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La mañosa (página 2)




Enviado por hilario perez



Partes: 1, 2

Sucedía a menudo que papá
llegaba de noche. Cuando eso había, nos tirábamos
nerviosamente de nuestro catre y correteábamos como locos
entre las sombras rojas de la casa, dando gritos de
contento y buscando con nuestros bracitos inexpertos el torso
recio y caluroso de papá.

IV

A fines de octubre la lluvia era cosa perenne sobre la
tierra. Todos los horizontes se gastaban en el gris de los
aguaceros. Ya cada gota se me antojaba un cordón largo
tendido desde el cielo hasta mis ojos.

Una gallina había sacado, pero los
pollitos se fueron muriendo de frío poco a poco. De manera
que para Pepito y para mí, el único entretenimiento
posible fue, durante muchos días, corretear
por la casa y jugar a escondidas tras los serones.

Mamá parecía haberse vaciado
de espinas; los Pómulos le hacían esquinas en la
cara y rezaba a menudo. A la verdad, me gustaba rezar. Encontraba
un placer delicioso en estar de rodillas, las manos
juntas sobre el pecho, todo el cuerpo lleno de luminosa dulzura,
seguro de que Dios estaba Oyendo mis palabras. Una gran bondad me
invadía y sentía la carne liviana, casi
en trance de volar.

Orábamos en la habitación de
mamá, que en el primer nudo negro de la noche se llenaba
de sombras. Se veían colgando de los
rincones, pegados al techo. Haciendo esquina, una tablilla
soportaba una desteñida imagen de San Antonio de Padua,
calvoy humilde, con el rostro envuelto en
inexplicable ternura, la cabeza ladeada y un rollizo niño
a su lado.

San Antonio, según mamá, hacía
incontados milagros. Le encendíamos una hedionda vela de
cera negra, se la poníamos enfrente, y aquella lengua de
luz que se gastaba en humo denso, llenaba de resplandores rosados
los más lejanos trozos de pared. El santo parecía
llenarse de rubor, y la llamita le lamía la calva con
enfermizo placer.

A menudo me sorprendía a mí mismo alejado
de la oración, de los santos, de la tierra: me mecia en
una especie de vacío total, embriagado levemente por
aquella lucecita temblorosa que daba tumbos a cada empujón
del viento húmedo y rendijero, que parecía quemar
las mejillas de Pepito y alumbraba los ojos oscuros de
mamá.

Era tal el silencio que a veces nos rodeaba, que las
cuentas del rosario, golpeando entre los dedos de mamá,
sonaban como piedras lanzadas en madera. Madre abría los
labios y los juntaba tan de prisa que podíamos seguir su
movimiento; pero ni un murmullo salía de ellos; era la
oración sepulta y sincera, en la que los labios
intervenían tan sólo por la costumbre de modular la
palabra.

Al terminar ensayábamos un suspiro. Pepito y yo
nos limpiábamos las rodillas, endurecidas ya, y
mamá se estrujaba con la diestra la cenizosa cara,
mientras sujetaba el rosario con la otra.

Entonces empezaba con voz susurrante alguna
vieja historia, de las muchas que aprendió del
abuelo.

Salíamos después de la
habitación para registrar las puertas, los rincones
distantes y debajo de las camas y catres.
Hablábamos un poco de papá; deducíamos
dónde estaría, ella refiriéndose a todo el
camino, yo desde el Bonao hasta el Pino, que era el único
trecho que conocía, y Pepito de Jima a casa.
Después nos acostábamos. Hasta cerca de los
primeros plomos del sueño seguía yo arropado por
aquella sensación de liviandad y de silencio que me
producía el rezo.

*

* *

Cuando papá no estaba en casa y el ala de madre
tenía que cubrirnos sin ayuda, se le limaban a mamá
aquellos filos cortantes que tenía en la cara y en los
ojos. Se hacía dulce, amable, silenciosa Irradiaba un
suave calor en la mesa, en la cocina; en todos aquellos sitios
que la conocían agresiva. Le gustaba echar maíz a
las gallinas, de madrugada, y hacer historias encantadoras. Por
los días del último viaje de papá se
mantenía arrebujada en una frazada gris, medio
deshilachada y fuera de uso, porque la lluvia sembraba el
frío en la tierra y al amanecer venía el viento
cargado de agua, empujado desde los cerros azules que levantaban
nuestro potrero.

Las mujeres del lugar nos visitaban con más
frecuencia; lentas y tímidas, se metían en la
cocina y allí hablaban de cosas vagas.

Pepito y yo teníamos las cortas horas de sol en
nuestros pies; correteábamos por el camino, nos
íbamos a Jagüey, apedreábamos los nidos. Un
día, a la hora de la comida, nos dijo mamá
que no debíamos salir de la casa o del patio.
Por la mañana había estado bastante gente entrando
y saliendo. Dejaban caer palabras espesas e inaudibles;
comentaban algo entre lentitudes y gestos
importantes. Todo aquello lo veíamos Pepito y yo,
pero cada uno se esforzaba en no oír y en no
comentar.

Tras su recomendación, madre se
quedó mirando el cielo sucio. Después
lamentó:

—Y Pepe tan lejos…

Pepito alargó el pescuezo y
preguntó de improviso:

—¿La revolución,
mamá?

—Sí, hijo; están
matándose otra vez; pero no se puede hablar de
ello.

Madre calló, y un silencio
embarazoso se dejó caer muerto sobre la blanca y sencilla
mesa. En la noche fue Dimas a casa. Era hombre bajito y fuerte;
encanecido, peludo y de mucha barba. Tenía un
vago aire patriarcal y cuanto hablaba interesaba. Nos gustaba por
sus cuentos, llenos todos de un recio sabor de
aventura, pintorescos y detallados.

Se sentó en la peor de nuestras
sillas, escupió a un lado, extrajo el cachimbo y lo fue
llenando lentamente de tabaco. Después me
llamó, con una voz peculiar de hombre sufrido, y me
dijo que le buscara lumbre.

Cuando mamá llegó se
destocó haciendo una reverencia rural que
trascendía nobleza y sinceridad. A seguidas subió
los pies descalzos en los travesaños de la silla, y
preguntó:

—¿Cuándo cree
usté que vendrá don Pepe?

Mamá dijo que no sabía y se
sujetó ambas sienes con fuerza, lo que indicaba que
estaba preocupada. Inesperadamente, Dimas
explicó:

—En el pueblo rompió la cosa
ya, doña. Yo creo que para allá —y
señaló la dirección en que
estaba padre— debe estar la cosa fea.

A mamá se le estiró la cara
de tristeza.

—Me lo dijeron desde esta
mañana, y eso me tiene mortificada, Dimas.

—¿Por don Pepe? No se apure,
doña, a ese nadie le hace un daño.

—Es verdad, pero.

Dimas chupó su cachimbo y se
quedó mirándola, mirándola con
estúpida fijeza. A poco se puso de pie y se
arrimó a la puerta.

—La noche está cerrada
—dijo.

Mamá contestó moviendo la
cabeza. Un airecillo hacia remolinos junto a la
lámpara.

—Será que va a llover
—apuntó madre al rato.

Dimas confirmó:

—Esos aguaceros no tienen fin,
doña. Callaron ambos. Un silencio absoluto comenzó
a estirarse entre ellos. Pepito y yo esperábamos no
sabíamos qué para pedirle a Dimas que
contara algo; pero el viejo se incorporó de
pronto, caminó hasta un rincón, y con la misma
actitud y el mismo tono de voz que si hubiera estado
hablándole a otra persona y no a mama, dijo:

—Los muchachos taban en el pueblo con
una recuita de Morillo, y el gobierno los reclutó
ayer.

Madre se movió igual que si la
hubiera picado un bicho.

—¿Cómo?
—preguntó azorada.

Se veía que quería hacer otro
comentario más vivo, que aquella noticia la había
herido; pero la actitud conforme de Dimas mataba el
comentario antes de que naciera.

—Sí —remachó
él acercándose a nosotros— Dios quiera que
salgan bien de ese lío. Yo sentía su olor de
tierra, de sudor, de esterilla de mulo. El se
volvió:

—Vea, doña, a los santos les ruego que
vuelvan vivos, porque yo toy muy orgulloso de esos muchachos. . .
Ni juegan, ni beben ni jaraganean.

Madre comentó, apenada:

—Sí, Dimas; récele a
San Antonio para que se los devuelva.

El viejo tomó a acercarse a la
puerta.

—Ojalá que don Pepe viniera pronto, para
que usté se tranquilice —dijo quitándole
importancia a su dolor.

Madre se acercó también;
sacó la cabeza y miró hacia el este,
esperando.

—Ojalá…
—aprobó.

El viejo mascó su dolor, se
quedó a solas con él, silencioso,
huraño. Al rato dijo adiós y se perdió en la
oscuridad, camino de su bohío.

*

* *

Pocos días más tarde fue a visitarnos la
vieja Carmita. Llegó muy de mañana, trajeada con
ancha bata de prusiana morada; no traía paño en la
cabeza y sus cabellos grises resplandecían al
sol.

La vieja Carmita vivía en
Jagüey Adentro. Era alta, delgada, con la cara fina y salida
de huesos. Nunca alzó la voz; nunca dejaron sus ojos de
ser dos luces tranquilas en medio de aquel rostro
oscuro y afilado.

Saludó en voz baja, desde el portal;
entró moviéndose suavemente; ya en la puerta de la
cocina, apoyó un brazo en el marco y clavó el otro
en su cintura.

—Doña. .. —dijo en tono
suplicante.

Pero no quiso seguir hablando, como si
temiera desatar aquella tristeza que le hacía nudos en los
pómulos. Después se acercó a mí, al
tiempo que murmuraba:

—Dios te guarde, hijo.

Mamá la observaba, la acechaba.
Aquella mirada cargada de perspicacia que tenía madre no
se enredaba en palabras ni simulaciones.

—¿Ha sucedido algo por
allá, Carmita? preguntó.

—No, nadita —sopló
ella.

Pero largo rato después, cuando
habían parecido vidriarse sus ojos y cuando nadie esperaba
sus palabras, dijo.

—Los muchachos que cogieron el
monte.

Mamá no pudo reprimir un movimiento
brusco del "entrecejo. Miró en vuelo a la mujer, que se
entretenía en desensortijar mis cabellos.

—¿Dice usté que
cogieron el monte?

La mujer movió la cabeza de arriba
abajo. No podíamos precisar qué sentía;
parecía indiferente, si bien seguía
ostentando aquellos nudos de tristeza en los
pómulos.

—Las malas compañías
—explicó de pronto—. Se fueron cuatro o
cinco.

—¿Y qué pretenden
hacer? —objetó madre.

—Bueno, doña… Ellos
sabrán.

La voz se le apagaba, y se notaba que le
molestaba hablar de tal cosa. Dejó quietos mis
cabellos y tomó asiento en el banco. Empezó a
tachonarse la falda con los dedos, buscando distracción;
pero a poco alzó la cabeza y nos miro con amplitud.
Irradiaba extraordinaria serenidad.

El humo de la leña se iba haciendo
estrecho junto a cada rendija.

—Doña, los tiempos son malos
—explicó ella— y debemos ser conformes. Ya yo
perdí un hijo que se fue con el gobierno
años atrás.

Mamá no cabía en su
dolor.

—¿Y no sospechan lo que sufre
una madre? —empezó a preguntar.

—Peor es que salgan ladrones o
pendejos, doña —objetó ella. Calló y
se acercó a la puerta. Yo miré el cielo: en aquella
mañana tan clara y tan alta sólo cabían
palabras de resignación.

Cuando hubo salido me lancé al patio
en busca de Pepito; quería contarle la nueva que
Carmita nos trajera. Mi hermano no respondió a mis
voces. Bajé por las barrancas del

Yaquecillo, afanoso, porque mi hermano
sabía dar explicaciones a mis dudas, aunque inventara
mentiras. Estaba seguro de que iba a gustarle la noticia. No
estaba en el Yaquecillo. El arroyo se arrastraba
entre cieno y los mosquitos zumbaban sobre el agua muerta. Me
cansé de vocear; él no podía estar distante,
pero no respondía. Saltando piedras, chapuzándome
unas veces y rabiando siempre, tomé la
dirección del agua y anduve por el cauce vacío.
Poco a poco me fui internando en el estrecho
paisaje, donde los helechos crecían con intenso verdor y
se alzaban enormes cañas de castilla. Hacia el sur
distinguí los cuernos de una res que había bajado a
engañar su sed; dos ciguas saltaban y piaban
a escasas varas del camino que pasaba por el arroyo sin saltarlo
y sin perderse en él, sino
reblandeciéndose un poco.

Olvidé en lo que andaba y me
tiré de espalda en un recodo de arenillas doradas. Un poco
más hacia el norte se metía en el arroyo la yerba
del potrero, después de haber descendido por la
barranca. Desde donde yo estaba podía tocar con las
manos las lilas que se abrían bajo el
día.

El sol era llama brava sobre la tierra
cuando desperté. A mis ojos adormecidos, todo había
cobrado aspecto de cosa recién chamuscada. La voz de
Pepito me perseguía con llamadas

desesperantes. Me incorporé. De la parda arenilla
emergía un calor insufrible y yo sentía los huesos
vivos y sufridos bajo la carne. Los jejenes me habían
llenado las piernas de ronchas y los mosquitos se habían
cebado en mis brazos y en mi rostro.

Cuatro días después, al
anochecer, un fuego cruel empezó a calcinarme las
entrañas. Me dolían la espalda y las
articulaciones.

Simeón fue a yerme, una
mañana, y dijo que había que darme tisanas de cuaba
y mucha quinina. Lamentó no poder ir al
pueblo para traerla él mismo.

Mamá estaba sentada a mis pies, en
el mismo catre, y el alcalde en una silla,
acariciándose el bigote áspero y rojo.
Mamá le preguntó por qué no podía ir
al pueblo, y en aquella pregunta unía dos intereses, el de
mi salud y el de saber la verdad.

Simeón quiso rehuir la respuesta y
dijo:

—El gobernador me mandó
buscar; pero yo no voy, doña..

Madre comprendió y resueltamente
inquirió:

—¿Entonces es verdad
todo?

—¿Todo?

Simeón había mirado de
refilón, como persona a quien le molesta una
duda.

—Todo eso

_señalando al oriente

_está prendido, dende el Bonao para
acá.

—¿Pero se está peleando
ya, Simeón?

—Y duro, doña. Anoche
asaltaron el Cotuí.

—¿El Cotuí?
—sopló mamá llena de sobresalto.

—Sí —atajó
él—; pero no se apure por don Pepe, que todo el
mundo lo conoce y lo respeta. Mamá se quedó
pensativa. Le llameaban los ojos, y con una mano, maquinalmente
me acariciaba la pierna que la fiebre quemaba.
Simeón miraba hacia la ventana con aires de persona que
rumiaba un pensamiento importante.

V

Esa misma noche llegó papá. Oímos
el tropel de los mulos, cuyos pasos se hicieron rápidos al
sentir la cercanía del potrero, y los alegres estallidos
del fuete con que Mero anunciaba la vuelta.

Papá fue a mi cuarto inmediatamente.
Sonreía a toda cara; dijo que sentía cansancio
y estaba lleno de lodo. Salió llevando a
Pepito, para vigilar la descarga, y gritó enardecido,
aturdiéndome a pesar de las paredes.

Desde mi catre seguía paso a paso la
faena; por los ruidos de los estribos comprendí que
ya habían desensillado a la Mañosa;
mucho rato después oí a Mero arrear los animales.
En la cocina sonaba la voz de mama.

Papá entró a mi cuarto. Para
él era una cosa incomprensible e injusta que yo sufriera
de fiebres. Me cubría la frente con su
manaza, me hacía preguntas, murmuraba palabras
incomprensibles. Tardó buen rato en sentarse y Pepito
corrió a trepar en sus piernas. Parloteó
incansablemente, tirando de los bigotes de papá, y
al fin preguntó qué le había traído.
Papá llamó a voces, y cuando mamá,
desteñida, apareció en la puerta, le
dijo:

—En el pellón hay cosas para
ti y los niños.

Madre, sin embargo, no fue a buscar el
pellón, sino que entró al cuarto y tomó
asiento en mi catre.

—¿Es cierto que ya
estalló, Pepe?

Papá sonrió con solapa,
mientras sujetaba a Pepito.

—Es tierra endiablada ésta,
Angela —dijo—. Milagrosamente he llegado hasta
aquí.

Yo traté de incorporarme para ver la
cara de padre, que debía estar grave, a juzgar por la voz.
Un golpe de viento hizo tambalear la luz, que pareció
borracha. Papá estaba oscuro, pero le brillaban los ojos
con extraña fuerza.

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